En la vida hay ascensos que llegan con diploma o con mucho trabajo, pero hay otros, los mejores, que llegan con una foto enviada por WA o con un llanto chiquito a medianoche. Convertirse en abuelo por primera vez es uno de esos hitos que resetean la existencia, cambian las prioridades en la agenda y hasta el sistema de creencias. Ese regalito de Dios nos recuerda todas las razones por las que vale la pena vivir.
Después de haber estudiado mucho, leído, vivido en otros países, trabajado y viajado de la seca a la meca, y tener 3 hijos uno cree haberlo visto todo hasta que ve al nieto y también a los padres primerizos más que felices. Ellos preparados pues han leído todos los manuales, visto todos los reels, preguntado todos los prompts, a la inteligencia artificial y que, convencidos, anunciaban que la crianza sería “cuestión de método”. Ingenuidad que se cura con las primeras noches en vela; como decía la bisabuela, “el bebé llora, los padres también”.
El contraste generacional es inevitable y revelador, yo soy hijo de un padre nacido en el primer tercio del siglo XX, tiempos en los que la corresponsabilidad doméstica era exótica. Tengo un hermano mayor 1 año y luego nacimos unos mellizos. Mi madre sobrevivió gracias a un pequeño ejército doméstico: mi abuela que gerenciaba la “crisis”, una niñera y dos personas más que ayudaban en la casa. Estas empleadas de años, pertenecían a la brigada de ayuda en los quehaceres del hogar, siempre amables, experimentadas y eficientes, con labores insufribles como lavar y planchar pañales de tela, hervir agua para los biberones, esterilizar cada pieza, cocinar, y hacer turnos nocturnos.
Esas tradiciones heroicas han venido siendo reemplazadas por tecnología que van desde las lavadoras hasta cámaras de visión nocturna para vigilar los niños, muñecos que abrazan y dan golpecitos en la espalda al bebe, cunas que se mecen solas. Adicionalmente, hoy se tiene toda la información sobre recién nacidos al alcance de la mano: cursos virtuales e incluso consultas con médicos reales 24 horas a través de WA por suscripción. Pero la realidad fáctica sigue demostrando que nada llegará a reemplazar la ayuda, con maestría, de la abuela; la lactancia de la madre; el abrazo de los padres; y la bendición de Dios, evidenciada en el amor de padres, abuelos, hermanos y familia.
El relevo generacional trae a colación a las heroínas de siempre: las abuelas y bisabuelas modernas, que entran en escena con la sabiduría heredada, las tradiciones, la experiencia, la serenidad de quien ya conoce la maternidad y la paciencia de quien sabe que los bebés no vienen con manual de instrucciones. Ellas son el polo a tierra de los padres primerizos: los tranquilizan, les explican que el llanto no es una falla técnica, sino lenguaje para anunciar hambre, sueño, cambio de pañales u otra necesidad humana; y que el amor de verdad no se ahorra, se invierte y luego se cosecha con esas criaturitas .
En medio del trajín diario que conllevan los primeros días, es imposible no admirar el temple de las madres de hoy y de siempre. Su fuerza infinita es silenciosa, su compromiso con la vida de los suyos es total y su ternura es inagotable. También los papás modernos están asumiendo roles de cuidado con maestría, con compromiso auténtico y con esfuerzos inconmensurables por aprender a hacer las tareas del cuidado de sus bebés con lujo de detalles, aunque hay que anotar que, según las estadísticas en el mundo, cuando se mide el tiempo real de dedicación, la proporción de trabajo entre mujeres y hombres sigue siendo de 70/30.
Al final, ser abuelo es descubrir una nueva economía: la del amor compuesto, ese interés que crece a diario, sin tasa fija, sin inflación y sin riesgo sistémico. Y que, además, recuerda que hay inversiones que se deprecian y otras que se atesoran; la familia, los hijos y los nietos, sin duda, pertenecen a la segunda categoría.
Artículo publicado originalmente en La República
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